Ana Oyó nació esclava fue la antecesora, la madre de todas la anas de la familia, Mariana, Ana María, Paulina, Ana Maris, todas, en cada generación nace una para que Aná Oyó sueñe, susurre, hable y seguir siendo la matriarca innombrable, solo no ha nacido Aná, ella vendrá en cien años, de nuevo a desandar los miedos del camino real, para recordar a su madre Ma Romualda.
Ella caminó en un barco, sin descanso, fueron millas de camino, caminó cruzando aguas indeseables, lejos de la costa de Guinea, nunca paró de caminar hasta llegar a Matanzas, allí tuvo a Aná fruto de amores ignotos con alguien que penetró su selva oscura, tomó sus líquidos y amasó a Aná, en suelo hosco, sin sabanas que bueno, pero no da igual. Aná nació en lo oscuro, nació desde la noche esclava y fue luciérnaga para Ma.
Aná nació llena de temores, comía uñas, la pintura de los ventanales de la finca, temía a todo, animales plumados, animales con pelos, animales pelados, corría ante los otros que crueles la perseguían.
Aná era sensible a flor de piel, chupaba el dedo y por más que lo sumergieron en la hiel del cerdo de matanza, siempre encontraba el melado del taita, Aná mojaba la cama, chirriaba los dientes y oía voces, ese fue su resguardo, Aná era bicho extraño en un medio donde ser adaptable al amo e invisible era imprescindible.
Cuando empezó a florecer, asaltos camineros para ver sus broncos senos y su vello ralo la marcaron para siempre, perdió el habla con cordura y casi mujer reincidió en la humedad nocturna, ninguna mano la hoyó pero el taladro de las miradas furtivas la marcó para siempre y se resarció conociendo su cuerpo y extrayendo humores nocturnos en soledad.
En 1886 fueron liberadas, salieron sin rumbo, sin mirar atrás la barraca indeseable, cuando el hambre atenazaba el estómago y encogía la piel doblemente oscura, Aná volvió a escuchar las voces de la infancia, imágenes confundían su hambre con la fe, San Lázaro Babalu Ayé habló y complació las apetencias de Aná y Romualda que querían destino cierto.
Pusieron cientos de kilómetros por medio hasta llegar al sitio señalado por el padre y sus perros, solo fidelidad y culto pidió a cambio, se asentaron en un lugar que llamaron Sabanita, era el refugio de aguas, plantas y tierras esperado.
Allí abrieron la casa de Babalú, cada año lo alimentan y el padre complaciente da. Allí nacieron los seis hijos amados de Aná, 1 hombres, 5 mujeres, la primera fue Ana para repetir la tradición, allí recibieron comida, trabajo y prosperidad. Los nietos recuerdan a Ma Romulada y Aná, dos viejecillas oscuras con trenzas resumidas blancas, encorvadas, encendiendo velas y ven a Aná hablando con otros invisibles, que le revelan los destinos familiares, y sigue enrumbando los caminos de todos, aun sin saberlo.
Los biznietos de Aná buscan su huella en registros, juzgados, museos, no aparecen ella y Ma Romualda son seres ignotos pero aun perceptibles en la tradición familiar, siguen naciendo mujeres Ana, nerviosas y sensitivas que siguen escuchando los seres incorpóreos.
La rememoran cuando caminan bajo el sol, cuando los excesos de trabajo las marcan, cuando sueñan sus destinos, comen uñas, mojan la cama y añoran tragar pinturas.
Todos los 17 de diciembre ofrecen sus respetos al fundador, solo los hijos y nietos del varón faltan, y Aná les trae remordimientos por ingratos, de vez en cuando les duelen las rodillas, sufren roturas de tendones, fracturas, accidentes en pies y piernas, pero desobedientes se niegan a creer.
Aná protege y proveé, ella susurra a sus oídos secretos, los dota de resistencia, les confiere brillo en los ojos, la piel y los destinos, a las mujeres las hace fuertes, flota con los perros del padre y les lame los pies.
A los hombres los llena de respeto y aún lejos de Sabanita guardan la estatuilla caminera, de vez en vez depositan monedas a transeúntes pedigüeños y piden en las sombras.
Aná me habla, tengo varones, no procreé mujer para la tradición de las Ana, en la próxima generación a los cien años vendrá mi Aná, mientras ella susurra, revolea a mí alrededor y transpira en mi piel.